¿Por qué no seguimos un poco más con Borges? Y con esta frase suya que es antológica: “Le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”. Qué pesados somos, la verdad. Nada parece nunca favorable. Los felices 20 (la Belle Époque, los Años Locos, el jazz) se llamaron así, si no me equivoco, cuando ya eran un recuerdo. Y la “década prodigiosa”, los 60 (la dolce vita, el submarino amarillo, el mayo francés, la luna) solo gustaban con la añoranza del pasado. Qué pesados somos. ¿Qué tal un poco de contento y regodeo por hoy mismo, por estos mismos años, aunque suframos muchísimo y pensemos que no viene a cuento? “Los felices 2018”: ahí es nada.
Unos han dicho que estamos empeñados en la melancolía: “Nuestra cultura moderna intenta con éxito institucionalizar la melancolía”. Lo dice Moscovici. Y lo apuntala Bauman: “La melancolía, el aburrimiento, la apatía eran acusaciones repetidas”. La mayoría de los artistas se dedicaban (y se dedican) a apesadumbrar a quien pudiera evitar el tono general de pesadumbre. Ir a un museo de arte contemporáneo suele ser invadirse de penas y tristezas. Lágrimas negras, sí. Como si viviésemos dentro de un inmenso tango.
Hay quien considera que el sentimiento grato de regocijo (quizá tontamente, pero alegre) consiste en quitar cosas superfluas y pesadas. Ortega, por ejemplo, observaba que alegría y aligerar tienen la misma raíz etimológica. De manera que hacer la vida ligera y soltar lastre nos alegrará (al menos un poco). Pero otros, por el contrario, proponen alegrarnos no aligerando, sino llenando esa misma vida de guirnaldas y flores, abalorios, pinturas, ornamentos y tonterías. Expresión, todo ello, también de la alegría. Savater recuerda que “ciertos antropoides” presumían ante la muerte mostrando “por medio de los adornos una paradójica exaltación íntima”. Exteriorizando su júbilo por estar en el mundo. Por estar vivos. Con miedo y carencias (también les tocaron malos tiempos, maldición, y entonces probablemente eran incluso peores que los nuestros, aunque haya quien lo discuta), pero conmovidos por una alborozada alegría de vivir, qué caramba.
Christopher Alexander (qué gran tipo) también nos habla del ornamento en la arquitectura y el urbanismo. Adolf Loos (en su conocidísimo libro “Ornamento y delito”, de 1908) decía: “No puedo admitir que el ornamento aumente la alegría de vivir de un hombre culto”. Madre mía: “de un hombre culto”. Si fuera ignorante, quizá estuviera alegre (Adolf: eres bobo). Pero Alexander, por el contrario, nos invita a lo siguiente: “Busque y detecte aquellos bordes y transiciones que reclamen un énfasis o una energía extra de vinculación”. Esquinas, puntos de encuentro, entradas principales, ciertas fachadas, cornisas, marcos, lugares conflictivos. Y proponga ahí “temas sencillos”, haga “que los ornamentos funcionen como costuras” en esos bordes y fronteras. Para ayudar a hacer un todo con todo. Porque esas labores de zurcido –aseguraba- nos alegrarán la vista.
¿Nos han tocado malos tiempos? Seguro. No hay duda. Malísimos. Pero no desechemos un poco de diversión, vaya. Aligerando el alma y dibujando guirnaldas por doquier. O lo que sea. ¿Es una tontería? Posiblemente. Alexander lo argumenta muy bien, poniendo ejemplos de distintas épocas y culturas. Pero, con todo, aun si fuese una bobada sin sentido… ¿por qué resistirse a una buena tontería? De ahí que me apunte a esas “trincheras de la alegría” que nos sugiere Gal Costa. Porque estoy seguro de que ayudados con músicas más o menos como ésa tendremos un buen verano. Suerte.
(Imagen del encabezamiento: El ornamento en su sitio, para alegrar la vista, en el Colegio de San Gregorio, Valladolid, Wikipedia).