¿Quién puede resistirse a un libro que se titula Los seis nombres de la belleza? ¿Y quién a unos Apuntes para un naufragio? ¿Y si se titula simplemente Ru (que en vietnamita significa “canción de cuna” y en francés “arroyuelo”? Los títulos nos hechizan y nos arrastran. El libro de Lluís Quintana Trias Arte y blasfemia. El caso Veronese (Barcelona, Fragmenta, 2019) da cuenta detallada de un episodio en el que la astucia de Veronese, jugando con el título, poniendo el título adecuado a una pintura, inventando la función misma de poner títulos a los cuadros, le salvó de la inminente condena de la Inquisición.
En el verano de 1573, poco después de concluir un enorme óleo de “la última cena” que los monjes dominicos de San Zanipòlo, de Venecia, le habían encargado para el refectorio del convento, el artista (“pinto y hago figuras”, como decía de sí mismo) fue denunciado ante el Santo Oficio, acusado de propaganda herética, impiedad y blasfemia. Se le imputaba no haber respetado la distinción entre lo sagrado y lo profano. Era culpable, decían, de haber situado a personajes que nada tenían que ver con el acontecimiento sagrado de institución de la eucaristía, ensuciando el momento. Allí había “bufones, borrachos, soldados alemanes, enanos y otras vulgaridades”, con un perro en el centro de la escena, algunos dando la espalda a Jesucristo, y en general mucha gente que parecía mostrar muy poco respeto al tema sagrado, que en el cuadro se había “supeditado a un decorado y episodios inútiles”.
Decían los inquisidores que “se podía interpretar como parodia de la eucaristía”. El juicio es curiosísimo. Pero acabó bien, debido, como decía antes, a un golpe de efecto inesperado. Pues Veronese cogió el pincel y escribió en el antepecho de las escaleras un título para el cuadro (hasta entonces sin enunciado alguno), por el que dejaba de referirse a la última cena, y asunto resuelto. Desde ese momento la pintura pasó a tratar de un episodio menor de los evangelios, el de la “Cena en casa de Leví”, el “gran convite” que, según San Lucas, dispuso el recaudador del fisco de tal nombre, Leví, en su casa, al que asistió Jesucristo con muchos otros comensales, entre los que se encontraban “un gran número de recaudadores”. Genial. El mismo cuadro, se cambia el título, y ya es otra cosa. Los apóstoles pasan a ser recaudadores. Pero no pasa nada. Se acabó la blasfemia.
En fin. No sé con qué cara se quedarían los monjes que hicieron el encargo. O si fueron ellos (como también se dice) quienes sugirieron el cambio (al fin y al cabo eran dominicos). Pero lo cierto es que el título obró el milagro. Por un breve y casi escondido texto escrito en él, cambió todo de sentido sin modificar nada de lo representado allí. Veronese era un genio. Y tuvo larga escuela. Pues la verdad es que la actualidad también está dominada por los títulos, que todo lo ordenan. Desde aquel 18 de julio de 1573 no hemos dejado de adorar a los títulos de las cosas. “Lo que hace de la pintura de Veronese un cuadro y una obra de arte es la inclusión del título”, dice Quintana. Y ahora lo que nos toca es ir poniendo los títulos adecuados para intentar salvarnos de las múltiples inquisiciones que nos acechan. Entre tanto, seguimos cenando en casa de Leví: ¿no es un título buenísimo para un post?
(Imagen del encabezamiento: Fragmento del cuadro de Veronese en el que se puede leer -si hay suerte-: “LUCÆ CAP[ITULUM] V”. Actualmente se encuentra en el museo veneciano de la Galleria dell’Accademia).