Intuitivamente parece lo contrario. Que la razón debe construirse en frío y la poesía en los momentos de excitación. Pero ya Wordsworth lo dejó claro: “La poesía (…) tiene su origen en la emoción rememorada en la tranquilidad”. Es decir: después. Ya reposado. Pasado, y bien pasado, el éxtasis, escribiremos poesía. Pero, ¿cuándo debemos razonar? ¿Se debe argumentar a presión, en la urgencia del momento, o es mejor esperar a tener perspectiva? ¿Escribir dentro del incendio?
Muchos de los discursos más trascendentes se han pronunciado en medio de la vorágine. Permítanme recordar algunos ejemplos muy conocidos. Desde la carta abierta “J´acusse” de Zola (el alegato publicado entre la primera y la segunda parte del caso Dreyfus, que lo reavivó) al discurso de Azaña titulado “Paz, piedad, perdón” (dicho el 18 de julio de 1938, con un impacto tremendo). El libro de Fromm, por ejemplo, sobre El miedo a la libertad (publicado en 1941, sobre las condiciones “psicosociales” que permitieron, poco antes, la emergencia del nazismo). O el discurso de Churchill en el Parlamento británico “Sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” (de mayo de 1940, ocho meses después de iniciada la guerra). Los escritos de Beveridge que dieron origen al primer sistema unificado de la seguridad social, fundamentando el estado del bienestar (el “Beveridge Report” se hizo público en 1942, en pleno apogeo bélico, y se enfrentó a múltiples informes económicos en contra). O (un clásico entre los clásicos) el sueño de Martin Luther King, pronunciado en agosto de 1963, en el momento álgido de la lucha del movimiento de los derechos civiles. O la charla pública de Cohn-Bendit con Sartre en favor de la «efervescencia incontrolable» de mayo del 68: “La expansión del campo de lo posible. No renuncien a eso”. También podrían recordarse las reacciones inmediatas a la catástrofe de Chernóbil de 1986, sobre el riesgo de la energía nuclear. O el aplaudido discurso de Dominique de Villepin en la ONU el 14 de febrero de 2003, oponiéndose a la guerra de Irak (solo 3 semanas antes de la invasión). El libro de Naomi Klein La doctrina del shock que intentaba frenar el aprovechamiento abusivo del tsunami del Índico de 2004 (publicado poco después de la catástrofe). Los razonamientos de Krugman sobre la crisis de 2008 (un largo e influyente conjunto de artículos que empezaron a publicarse en medio de la caída, para intentar concienciar y evitar que no se repitiese nada parecido). O la muy mediática intervención de Greta Thunberg en la COP25, en 2019, en el momento central del debate sobre el cambio climático.
Todas esas argumentaciones se hicieron sobre la marcha, para la acción directa e inmediata. Discursos, declaraciones, libros, artículos, proyectos elaborados y publicados en medio de la tormenta. Unas, con fortuna, tuvieron influencia y propiciaron cambios. En otros casos no se alcanzaron las consecuencias que deseaban sus autores. Pero todas fueron argumentaciones incisivas y de alguna forma germinales, que en su momento contribuyeron, al menos, a recoger y dar salida al desasosiego y esperanza de la gente en situaciones críticas. Manifestaciones que no esperaron a una mejor formulación posterior. Porque el mundo sigue dando vueltas y no espera.
Defendía Luis García Montero (“Un pensamiento no urgente”) la necesidad de “sostener un pensamiento no urgente. La política -comentaba- no tiene más remedio que contar con la prisa como una coyuntura obligada por las demandas de la actualidad. Pero debe también vigilar los efectos negativos del apresuramiento e intentar superarlos con una reflexión a medio y largo plazo. Porque sin esta reflexión, las mejores virtudes llegan a convertirse en renuncias y en peligros”. Sin embargo, ahora estamos en uno de esos momentos que reclaman interpretar, proponer y estimular, con urgencia, a la acción.
Tiempos para la razón práctica. Somos conscientes de lo que no podemos perder. También de lo que debe ser y de lo que no puede ser. De que no podemos, por ejemplo, instalarnos en el miedo. Somos conscientes de que hemos de formular ahora, ya, las intenciones, los razonamientos, los proyectos. Construidos de manera racional y no emocional. Para después, el tiempo que sea preciso, lucharlos y defenderlos. Recomponerlos al andar. Pero ponerlos en marcha cuanto antes. Sin demora. En caliente. Para que, al redactarse en medio de la tormenta, saquemos de ella la fuerza, el calor, el impulso para la constancia, la valentía, la lucidez, la contundencia y el impacto necesarios. ¿Quién sabrá hacerlo? ¿Quién está en condiciones de hacerlo?
(Imagen del encabezamiento: William Beveridge, foto de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, colección George Grantham Bian).