El libro de Irene Vallejo titulado El infinito en un junco (Siruela, 2019; es difícil encontrar un título más bonito) se presenta como una apasionada defensa de los libros (“ese fascinante artefacto”). Pero a mí me llama más la atención la información que nos ofrece sobre las lecturas de hace dos mil años. Qué leían los egipcios, los griegos y los romanos. Porque, como también le sucede a la autora, y nos lo reconoce en algún momento, “ante las lecturas ajenas siento una curiosidad sin freno. En los autobuses, en el tranvía y en el tren, retuerzo el cuello en contorsiones inverosímiles intentando fisgonear qué leen los viajeros a mi alrededor”. Creo que también puede considerarse, por tanto, este libro como una contorsión más dirigida a curiosear a esos viejos compañeros de viaje.
Y así nos enteramos de que los egipcios escribían hasta las listas de ropa sucia para lavar. (“Gracias a los antiguos vertederos podemos asomarnos a los textos escritos por gente corriente de Egipto”, en papiros intactos, “abandonados o arrojados a la basura hace dos mil años”). Y así podemos saber también qué mensajes amorosos escribían, como quien pone hoy candados en los puentes, en la corteza de los álamos (Calímaco, el bibliotecario de Alejandría, lo menciona. Y Virgilio nos dice: “Crecerán los árboles y con ellos creceréis vosotros, amores míos”).
Se enviaban libros los amigos para salvar la monotonía diaria de la vida en la aldea. “Si ya has copiado los libros, envíamelos (se lee en una carta), para tener algo que nos ayude a pasar el rato, porque no tenemos a nadie con quien hablar”. Hacían listas sobre los libros imprescindibles de cada género, y de ahí que los griegos tuvieran “una palabra para los autores incluidos en las listas: enkrithéntes, ‘los que han superado la criba, los tamizados”. Y sabemos cuál fue la primera palabra publicada en un libro: “Cólera”. Y quién fue el primer fan de la historia: un hispano gaditano, obsesionado por conocer a su ídolo, Tito Livio. Hizo un viaje carísimo y peligroso para ver con sus propios ojos a su artista favorito. Pobrecillo: solo consiguió verlo de lejos. Solo de lejos. Como a Bruce Springsteen en Chicago.
Se arrojaban citas entre sí (igual que hoy) para buscar contradicciones entre lo que se dice ahora y lo que se dijo (y publicó) tiempo atrás. A Dídimo le llamaban el Olvida-libros (Biblioláthas), “porque cierta vez dijo en público que una teoría era absurda y entonces le mostraron un ensayo suyo donde la defendía”. Por otra parte, un maestro romano “tomó la revolucionaria decisión de estudiar con sus discípulos la obra de escritores vivos”. Virgilio fue famoso “en tiempo real”. Muy pocas mujeres pudieron escribir (de aquella época solo hay referencias de veinticuatro). Y en casos como Suplicia solo han sobrevivido algunos de sus versos porque se firmaron bajo otro nombre: el de su tío Tibulo.
Y podemos ver con qué textos enseñaban a leer a los niños y niñas (también niñas) en las escuelas griegas. Con frases de Eurípides tan difíciles (y tan bonitas) como ésta: “No desperdicies lágrimas frescas en dolores pasados”. Y emociona el descubrimiento de “un rollo de papiro bajo la cabeza de una momia femenina, casi en contacto con su cuerpo”, que contiene “un canto particularmente hermoso” de La Ilíada. “Supongo -dice Vallejo- que aquella lectora entusiasta quiso asegurarse de tener libros en la otra vida y de poder recordar las palabras aladas de Homero más allá del río del olvido…” Qué bonito.
El libro es precioso y ofrece, con la historia antigua (que constantemente relaciona y compara con la actualidad) muchísimas sugerencias. Pero quizá las más atractivas o más útiles, para mí, sean las de dos comentarios encadenados. Uno: “Ante la catarata de predicciones apocalípticas sobre el futuro del libro, yo digo: un respeto”. Porque no se mantienen muchos artefactos milenarios. Pero los que lo hacen (la rueda, las tijeras, el libro…) será por algo. “El libro permanecerá”, nos asegura.
Y dos: las bibliotecas. Con el libro permanecerán las bibliotecas. «Las hubo fuera de Alejandría y Pérgamo. Pequeñas y locales (…) ofrecían a sus visitantes las obras fundamentales de los grandes autores». Hubo una biblioteca, por ejemplo, en la isla de Cos (cerca de Turquía): un padre y su hijo sufragaron el edificio y donaron cien dracmas. Y hubo después muchas más donaciones. “Durante el helenismo habría más de cien bibliotecas, una delicada red venosa que bombeaba el oxígeno de las palabras y de los relatos de ficción hacia todos los rincones del territorio”. Larga vida, por tanto, a las bibliotecas.
Esos lugares donde podremos encontrar, por ejemplo, hoy mismo, en el 57 aniversario de la muerte de Gómez de la Serna, este aforismo suyo, para despedirnos: “De la nieve caída en el lago nacen los cisnes”. Larga vida también a quienes escriben para llenar las bibliotecas de esos libros que sirven (según Zweig) “para unir, por encima del propio aliento, a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.
(Imagen: uno de los rostros de El Fayum, “con sus grandes ojos nostálgicos”, probable lector “de la periferia egipcia a través de la distancia de los siglos”, como nos dice Vallejo. Uno de aquéllos a quienes queremos curiosear qué leen. Fayum mummy portrait, male -circa late 2nd century-, Christie’s.jpg).