Blog de Manuel Saravia

La ciudad contra el desierto

La lectura del libro de Catherine Nixey La edad de la penumbra (Taurus, 2018) es impactante. Relata cómo en los siglos III y IV el cristianismo, una religión naciente y militante, destruyó a conciencia la mayor parte del legado del mundo clásico. No le bastaba con extender su fe, sino que había que destruir. Para explicar ese proceso la autora ofrece, a lo largo de sus 16 capítulos, el panorama terrible (sí: de terror) de un periodo en el que sobre todo el norte de África y todo el oriente medio, antes de que “una sola fe verdadera” pasase a formar parte de la cultura básica del mundo (durante tantos siglos), vivió espantado por los ataques que llegaban desde el desierto y las montañas.

Lo primero que se viene a la cabeza, y que la misma Nixey ha explicado en varias entrevistas, es la irresistible comparación de aquellos hechos con algunas imágenes de ahora. Y así, cuando leemos que “los destructores surgieron del desierto”. Que Palmira, por ejemplo, “debía haberles estado esperando”; pues “durante años, bandas de saqueadores formadas por fanáticos barbudos con ropajes negros (llevaban a cabo) ataques primitivos, violentos y muy efectivos”. Cuando nos dice que “sus objetivos eran, sobre todo, los templos”. Cuando leemos que al ver todo eso es imposible no pensar en el Isis de esta década. Cuando vemos que “las caras de las estatuas que habían permanecido en pie durante medio milenio –sigue el libro- eran mutiladas en un momento”. Cuando hoy mismo las caras que se salvaron entonces… han sido martilleadas ahora. Cuando, como sucede también en estos días, en los últimos años, los grupos destructores, que acababan y se sentían con el deber cumplido… “volvían a fundirse una vez más con el desierto”… la decepción nos invade.

Ahí lo vemos nuevamente, como digo, con imágenes muy parecidas a las de antaño (grupos de hombres de negro, martillo en mano, disfrutando). Y en los mismos lugares. La guerra religiosa, exageradamente fundamentalista, vuelve a actuar también contra el patrimonio cultural, atacando lugares de alto valor arqueológico. Con los martillos, con explosivos, con excavadoras. Se machacaron, por ejemplo (fue muy difundido en su día, hace dos o tres años) los restos del templo de Baalshamin, una de las ruinas hasta entonces mejor conservadas de Palmira. Más aún: comenta Nixey que “la similitud entre ambas hordas destructoras (de ayer y de hoy) es tal que hasta la misma estatua de la diosa Atenea fue destruida por unos y, tras su reconstrucción, por otros, casi dos mil años después”. Qué fijación. Qué idiotas.

Pero el análisis podría llevarse más lejos, y entender aquellos hechos como parte de procesos más amplios, que ya hemos visto muchas más veces, aunque a distintas escalas y con múltiples formulaciones. Y que me gustaría denominar, si se me permite: el desierto contra la ciudad. Haciéndonos eco, más o menos, de lo que sugirió el mismísimo San Antonio, que llegó a describir el desierto crudo y vacío como una ciudad. Como otra ciudad distinta. Pero tal cual: ciudad. “Una ciudad bien extraña”, dice la autora, sorprendida. Poblada por “cristianos ideales”. Una ciudad que constituía, según ella, “un rechazo vivo a la manera de vivir de los romanos”. Una ciudad que rechazaba la ciudad.

El enfrentamiento entre ambos “modelos de ciudad” (y aquí sí que valdría emplear la palabra modelo): la ciudad laica ideal y la ciudad santa del desierto. Dos modelos radicalmente distintos, por ejemplo, en lo que respecta a la búsqueda de la igualdad como objetivo básico de la idea de ciudad. En el sistema de confianza frente al de vigilancia. En la gestión del miedo. En el papel del futuro (en la ciudad: abierto; en el desierto: cerrado). En el papel de la razón y de la evolución frente a los fundamentalismos. En la gestión del presente y en el carpe diem. En el sentido de la medida frente a los extremismos.

Pero todo puede verse resumido en lo relativo a la verdad. Pues en las cuevas del desierto habita (eso se decía hace siglos, y todavía hay muchos que lo siguen pensando) la verdad absoluta. Allí estaba (decían) el principio único y sagrado. Y frente a ellas, frente a las cuevas negras y oscuras, en la ciudad reside (tiene que hacerlo, quiera o no quiera; no tiene otro espacio donde vivir) el relativismo y la tolerancia. Pues no es posible pensar una ciudad abierta sin atender a la alianza entre democracia y relativismo ético. La democracia no puede prescindir del relativismo ético sin negarse a sí misma. Es así, qué le vamos a hacer. Y con él, la tolerancia. Recordemos, si se nos permite, que las guerras de religión tuvieron como consecuencia la aparición del concepto de tolerancia. Y que no podemos perderlo, de ninguna forma.

En el desierto se conoce el fin último de todo lo que pasa, pasó y pasará, porque está escrito por Dios. Dios lo sabe todo. Pero en la ciudad, que no llegamos a los fines últimos, nos centramos más en los fines penúltimos. “El campeón del relativismo es el pueblo soberano, dividido en facciones y grupos de interés. Tratan de coexistir y mantener cerradas heridas recientes, deben someterse a un tabú, con frecuencia tácitamente aceptado: dejar públicamente de lado el conflicto sobre los valores últimos y centrarse en las cuestiones penúltimas” (Remo Bodei, “La Iglesia contra el relativismo”, en Revista de Occidente nº 169, 1995). Y ha de ser así, con énfasis, cuando estamos viendo en muchos lugares reformulaciones de fundamentalismos viejos y nuevos, eludir la razón como pauta, ignorar cualquier confianza, aumentar el miedo, negar la igualdad…

Pero Bodei (insistente) nos pregunta: “¿El relativismo de las democracias no será acaso una estrategia demasiado tímida, apenas capaz de moderar la urgencia de los problemas globales? ¿No corre el riesgo de mostrar un aliento corto y un horizonte culturalmente menos amplio?”. De ahí que quizá no valga solo defenderse del desierto, sino construir activamente más ciudad. En el sentido de Hirschman, cuando hablaba de lo que significaba como experiencia liberadora “de una vida dirigida a la acción pública en su capacidad para satisfacer esa vaga necesidad de una meta y un significado más altos en las vidas de hombres y mujeres”. Un objetivo penúltimo, sí. Pero ampliamente compartido. Y sin perder de vista, atención, las “ateneas” que nos quedan. Cualquier día viene alguien a caballo a hacerlas pedazos.

(Imagen del encabezamiento: Palmyra panorama view shortly after sunrise. Procedente de wikimedia.org. Autor: Zeledi. Fecha: 4 de abril de 2005, antes de la última destrucción).

 


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