Blog de Manuel Saravia

El fracaso feliz de Nueva York

La ciudad de Nueva York es pródiga en enseñanzas para la historia urbana. Señalaré diez términos de esa exuberancia.

  1. Fragilidad. Es una ciudad de máxima fragilidad. Como las mariposas, ofrece el brillo de lo efímero, a punto, en cada instante, de desvanecerse. Pero, como ellas, también siempre renaciendo. Diez años después del crash bursátil de 1987 (que recordó viejos pánicos de Wall Street) se encontraba otra vez en plena efervescencia. Antes fue uno de los ejemplos preferidos para ilustrar los efectos de la crisis fiscal del Estado de bienestar. Y más antes aún se habló de “la metrópoli en apuros”al iniciar una profunda crisis urbana de los años 50 y 60. Y ahí está.
  2. Oportunismo. Ésta es la ciudad que relata Washington Irving en su conocida Historia de Nueva York desde la creación del mundo hasta la caída de la dinastía holandesa, por Dietrich Knickerbocker (de 1809). Una historia burlesca de una ciudad sin pasado; sin el peso del pasado: una ciudad dispuesta a sacar partido de cualquier oportunidad que se presente. En la Nueva Amsterdam los colonos habían trazado las primeras calles en función del movimiento de las personas y del ganado. A comienzos del siglo XIX su expansión creciente hacia el Norte hizo necesario un plan de urbanismo. Y el gobierno del Estado nombró entonces, en 1807, una comisión encargada de concebir un plan “definitivo” para Manhattan. Pero al considerarse, ante todo, como un enorme centro comercial, se pensó que sobraban los “embellecimientos superfluos”. Ahí están: nada de tonterías. La topografía era complicada, la ciudad existente y los caminos sugerían un orden, pero no se tuvo en cuenta. Las reglas del arte tampoco afectaron al trazado. Se acordó establecer, sin más, una retícula homogénea con el argumento de la economía de la construcción. Y entre 1807 y 1811 se construyó el actual sistema de cuadrícula.
  3. Lo simple y lo directo. Claro. En 1898 se anexiona los municipios vecinos y la ciudad la forman entonces 5 grandes distritos: Manhattan, Brooklyn, Bronx, Queens y Staten Island. Acceden nuevas clases, nuevos modos, pero también nuevos tipos edificatorios. Se construyen nuevos tipos de casas populares. Pero sobre todo es el momento del rascacielos. Un nuevo paisaje de la modernidad que acabará siendo signo y símbolo de la ciudad. Y que hizo necesarias nuevas reglamentaciones. El 25 de julio de 1916 el New York City Board of Estimate and Appartionment adoptó la primera ordenanza general de zonificación de toda la nación. Los autores fueron el arquitecto George Ford y el estadístico Robert Whitten. Atención: un estadístico. Edith Warton expresó el cambio de las clases dirigentes y la adopción del nuevo estilo. Se trataba de volver a lo simple, directo, “como la 5ª avenida”: ese era el eslogan, ésa la idea.
  4. El apocalipsis. Cuando el alcalde LaGuardia completó su segundo mandato se desbordó una violencia que desde antes se había adueñado de la ciudad. John Dos Passos escribió: “En el metro los ojos se salen de las órbitas al deletrear Apocalipsis, tifus, cólera, ametrallamiento, insurrección, muerte en el fuego, muerte en el agua, muerte en el barro, muerte de hambre”.
  5. El sueño. En 1942 la población había crecido un 26% desde 1925, pero las áreas construidas se habían incrementado en un 56%. La preocupación por la vivienda barata y por las condiciones de los commuters reflejaba la cara más corrosiva de la vida urbana, la dureza de lo cotidiano, que Henry Roth relató en 1935 en su novela Llámalo sueño. Un joven que crece en la ciudad en los años de la depresión y descubre que debe enfrentarse a un mundo demasiado hostil. Un mundo que transcurre sobre todo en esas calles, que luego se reivindicarían en los años 60, pero que ahora muchos no estaban dispuestos a aceptar.
  6. Los paisanos. La novela de Roth reflejaba el mundo de una inmigración, que disfrutaba entonces de unas características muy diferentes a las que se impondrían posteriormente, en los años que siguieron a la segunda guerra mundial. Nueva York siempre ha sido una ciudad de acogida de inmigrantes. En el siglo XIX recibió a la tercera parte de todos los inmigrantes llegados a los USA. Felipe Alau, en una novela escrita en 1948 (Cromos) relata la existencia de un grupo de españoles que sobreviven en la ciudad, en un contexto extraño a sus costumbres. Alau matiza: “Sus pensamientos se volvieron hacia España, pero sin verdadera pena o nostalgia. Sólo estaba en el lugar equivocado, con gente equivocada, y no había razón alguna para volver. Debía encontrar un lugar mejor en la ciudad y con gente más acorde con él mismo. Se dio cuenta de que era más importante encontrar compatriotas de su misma clase que compatriotas de su mismo país”. Con todo, la inmigración también tenía su espacio. Donde la búsqueda de la “cálida intimidad de los paisanos”, a que se refería Isaac Bashevis Singer (Una boda en Brownsville) llevó a la formación de barrios étnicos.
  7. La desigualdad. La transformación que comenzó a afectar a Nueva York en los años 40 y 50 aumentó las profundas desigualdades sociales y raciales de sus habitantes. Los pobres, en particular los afroamericanos y puertorriqueños, fueron duramente sacudidos por el declive del empleo en la industria y los desplazamientos de la población debidos a la renovación urbana. Situación que se agudizó en los 60. Desde los años 40 el interés literario se había desplazado del fascinante Manhattan a los barrios de la clase obrera neoyorkina. Se acentúa la visión de la ciudad como enemiga de los que allí han nacido: vivir en la periferia resultaba brutal. En contraste con el centro, que por el contrario aparece como la ciudad mítica de otro mundo, el lugar de las esperanzas.
  8. La electricidad. La mezcla también se acentúa. Jean Baudrillard, en su peculiar América (1987), hablaba de la electricidad interna que proviene de esa promiscuidad. Más que de la mezcla, de la confusión. “No hay razón alguna para estar allí, sólo el éxtasis de la promiscuidad”. Porque “incluso la promiscuidad confiere brillantez a cada uno de sus componentes, mientras en otros lugares sólo tiende a abolir las diferencias”. Y con ella, la soledad: “Aquí el número de gente que piensa sola, que canta sola, que come y habla sola por las calles es pavoroso. Sin embargo, no se aúnan. Por el contrario, se sustraen los unos a los otros y su parecido es dudoso. Pero hay cierta soledad que no se parece a ninguna. La del hombre que prepara públicamente su almuerzo sobre un muro, sobre la capota de un coche o a lo largo de una verja, solo. Esto se ve aquí en todas partes. Es la escena más triste del mundo, más que la miseria. Más triste todavía que el mendigo es el que come a solas en público”.
  9. El no lugar. Uno de los autores neoyorkinos más brillantes de los últimos años es Paul Auster. En su trilogía sobre la ciudad la describe como un “espacio inagotable”, donde “siempre queda la sensación de haberse perdido”, donde “el movimiento era la esencia” y se siente “no estar en ninguna parte”. Para Auster “Nueva York es esa ninguna parte”. Es inevitable referirse a Marc Augé, el antropólogo que más ha popularizado el término «no lugar». “El espacio del no lugar no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud”. Pero esta similitud los relaciona, contribuye a su reconocimiento. Es la paradoja del no lugar: “el extranjero perdido en un país que no conoce (el extranjero `de paso´) sólo se encuentra en el anonimato de las autopistas, de las estaciones de servicio, de los grandes supermercados o de las cadenas de hoteles”. A finales de los 80, la ciudad se debate entre dos modelos. Fomentar la ciudad sin rumbo (de nuevo el oportunismo y las prácticas “simples y directas”) o la ciudad planificada (es decir: Singapur o Suecia).
  10. El fracaso feliz. La energía, vigor y falta de escrúpulos de esta ciudad no hace sino incrementarse con el tiempo desde su origen. La ciudad prospera y refuerza su posición. En el XIX, por ejemplo, la ciudad acoge todas las novedades. Se dispone un tren elevado (el EL) en 1860, para comunicar toda la ciudad en transporte público. Con fortísimas curvas, era considerado un inmenso progreso. En 1867 entran en servicio los tranvías. Los ascensores hacen su aparición en 1870. En 1883 se construye, en hierro, el puente de Brooklyn. El propio parque urbano central (Central Park), que fue el centro del debate ciudadano en la mitad del siglo, viene a ser también un nuevo invento. Pero esta afición a la novedad lleva en sí la posibilidad del fracaso. La misma historia de las invenciones está acompañada de continuos fiascos, decepciones. En 1835 revientan las tuberías de gas y se desata un violento incendio en Hanover Square. En 1858 arde el Crystal Palace, “considerado a prueba de incendios”. Herman Melville, un neoyorkino de familia colonial holandesa, celebró incluso esta circunstancia. En uno de sus Cuentos del río Hudson titulado “El fracaso feliz” consideraba todas esas derrotas como la meta última de la vida. Él mismo veía sus propias obras como “auténticas chapuzas”. Pero sin posibilidad de fallo, decía, no hay progreso: “Alabado sea Dios por el fracaso”.

(Imagen del encabezamiento: New-York-Stati-Uniti.-Author-Melbow-Marie-P.-Licensed-under-the-Creative-Commons-Attribution-600×330).

 


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