Hace unos meses María Sánchez publicaba un artículo que se titulaba “Tomar la calzada con los pies” (en El Norte de Castilla). Se refería a la decisión del Ayuntamiento de Madrid de hacer peatonal parte de la Gran Vía durante algunos días de diciembre y enero. Y al aplaudir esa medida, comentaba: “Más allá de sus virtudes medioambientales y de salud, hay algo de liberador en tomar la calzada con los pies. Como en esos días de fiesta en los que el tráfico se corta por conciertos, maratones o cualquier otro motivo y se puede caminar por Cebadería sin miedo a pitidos ni sobresaltos. A mí, al menos, me recuerda a esa sensación de libertad de descalzarse y pisar la arena de la playa o el césped con la pies desnudos”. Eso es. En estos días, durante la Semana de la Movilidad, hemos vuelto a recuperar esa sensación. No hace falta andar descalzo sobre la calzada, aunque… tendría gracia.
Lo cierto es que ese tipo de llamémosles pequeños placeres forman parte de la vida cotidiana, y no muchas veces se les da la importancia que tienen finalmente para el bienestar. En un momento de la película Amélie (“El fabuloso destino de Amélie Poulain”) se da cuenta de una serie de pequeños gozos infantiles: jugar con las pompas de jabón, escribir y dibujar en los cristales empañados, hacer saltar las piedras sobre el agua, la magia de los globos, jugar con los rayos de sol o con aviones de papel, etc. Y en uno de los apartados de urblog se recoge también una colección de pequeños placeres urbanos, que deberían procurarse al actuar sobre las calles.
Disponer, por ejemplo, algunos materiales de textura amable. Favorecer la presencia de músicos en las calles, colocar toldos en las calles que den sombra en verano, disponer flores aquí y allá, valorar el olor a cruasán que sale de algunas panaderías, apreciar las velas encendidas en las mesas de las terrazas, agradecer los buzones en las calles y muchas otras “pequeñas cosas” que pueblan o convendría que poblasen el espacio urbano (árboles, por supuesto; relojes públicos que marcan las horas, ventanas iluminadas en la noche, asientos, miradores, fuentes de beber, cubiertas verdes, soportales, caminos de tierra, colores cálidos, agua en la que poder mojar los pies y alguno más).
Pero hoy quería comentar aquí el librito de Philippe Delerm titulado “El primer trago de cerveza… y otros placeres minúsculos” (La première gorgée de bière, et autres plaisirs minuscules; Gallimard, 1997). Es buenísimo. Y solo con leer algunos de los títulos de los capítulos ya nos damos el gustazo de lo que nos va a comentar. La bandeja de pasteles del domingo por la mañana; ayudar a pelar los guisantes; tomar un oporto; el olor de las manzanas; el ruido de la dinamo; ir a por moras; el primer trago de cerveza; la autovía por la noche; en un viejo tren; el tour de Francia; una banana-split; leer en la playa; el domingo por la tarde; la cinta transportadora en la estación de Montparnasse; el jersey de otoño; enterarse de una noticia en el coche; mojar las alpargatas; las bolas de cristal, el periódico del desayuno; una novela de Agatha Christie; el bibliobús, sumergirse en los kaleidoscopios; la bicicleta… La verdad es que las explicaciones que ofrece de por qué son placenteros esos registros son curiosísimas.
Qué añadiríamos. Se me antoja un concurso buenísimo. Qué pequeños placeres incorporaríamos a este panel de bondades de la vida. Por de pronto sugiero empezar la nueva relación con la música de Françoise Hardy, cuando nos recordaba la que según ella era “la primera felicidad del día”.
(Imagen: un jersey de otoño, claro. Agradezco a Pilar Pérez haberme hecho llegar el libro de Delerm).
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