La exposición que se muestra ahora en el Museo Nacional de Escultura, “Hijo de Laocoonte. Alonso Berruguete y la Antigüedad pagana”, es una buena ocasión para intentar hacernos todos, de nuevo, un poco más renacentistas. Una pizca. Porque pocos personajes pueden ayudarnos mejor que él a penetrar en el espíritu de aquella época, con sus gozos y sus sombras, sus luces y su “vena sombría y nocturna”, con sus esperanzas y sus “gritos de guerra”. En mi opinión, cualquier excusa es buena para retomar aquella atmósfera reconfortante. Pero si se puede hacer, además, desde el lado “menos plácido” de la historia, como se presenta en este caso, mucho mejor. Sin anestesia.
Y en ese universo creativo y vital que se ve en la muestra, lo que más me ha llamado la atención ha sido lo relacionado con una frase de la introducción de María Bolaños al catálogo de la muestra: “Los renacentistas dibujaron obsesivamente”. En efecto, nuestro “ragazzo” Berruguete, “dibujó y dibujó” como un poseso. Es verdad que, según creo, la explosión renacentista del dibujo se debió, al menos en parte, a la más amplia disponibilidad de papel. En la exposición del 2010 en el British Museum, “Fra Angelico to Leonardo: Italian Renaissance Drawings”, se hizo hincapié en esa circunstancia. Lo contaba Martin Gayford, en The Telegraph, con un ejemplo relevante.
Veamos: el 15 de junio de 1489, Andrea Mantegna escribió a su patrón sobre una determinada persona por la que se había interesado. Y le dice: «En cuanto lo vea enviaré inmediatamente un dibujo de él». Esa predisposición a expedir rápidamente un boceto de una persona o de cualquier otra cosa, que hoy parece natural, era novedosa. Dependía de la nueva tecnología del papel, y funcionaba “tal como lo harías hoy si envías una foto desde un iPhone”. A finales del siglo XV, la novedad, obviamente, no era ni el dibujo ni el papel. Pero sí la gran disponibilidad que empezó a haber de ese material, que permitía multiplicar los apuntes y los croquis. Pues el papel, como consecuencia de la difusión de la imprenta, se había vuelto abundante, lo que abarataba enormemente los dibujos.
De esa forma pudieron los artistas “pensar y trabajar de manera novedosa, como lo ha hecho Internet en las últimas décadas” (Gayford, una vez más). Porque además lo cierto es que la pintura, la escultura, el relieve, la arquitectura y el dibujo formaban “parte indistinta de un proceso creativo global” (Bolaños, de nuevo), en el que el dibujo se sitúa en un lugar central y básico. “Todas las artes tienen su matriz en el dibujo” (se dice en los textos de la exposición), que se ve como la “expresión intuitiva de la mente del artista, de su pensamiento más libre”. El dibujo poseía (y posee) un valor iniciático que estaba (y está) por encima de las demás expresiones artísticas. O por mejor decir: por debajo, en los mismos cimientos del proceso creativo. Pues nacía tanto de la avidez por la observación y registro como por la necesidad de trabajar con él para la invención. Es el dibujo un arma de doble filo.
Que sigue siendo insustituible, por cierto, también en el ámbito urbano. (En la exposición hay varias vistas e imágenes de Roma). Un espacio donde dibujar compulsivamente, con ese impulso obsesivo de coger el lápiz a cada momento para reflejar y pensar todo (las calles, los parques, las casas y las plazas), que sigue pareciéndonos absolutamente necesario. Sí: es posible que ese afán enfermizo de dibujarlo todo sea de lo poco directamente renacentista que nos queda. O quizá ni eso. Pero no importa. Pues aunque no lo fuera, nos gusta verlo así. Nos rejuvenece unos 500 años. Y por ello creo también que nuestro Berruguete está pidiendo a gritos un Sinatra.
(La imagen del encabezamiento es un fragmento del dibujo de Taddeo Zuccaro: In the Belvedere Court in the Vatican, Drawing the Laocoonte).