No hay nada como las ventanas. Por las noches son rectángulos amarillos que dan vida a las calles. Por el día meten la ciudad hasta la cocina. Permiten la privacidad. Pero también aprovecharse de lo bueno de fuera: el sol, la luz, la brisa. Ver el cielo. Y si hace frio, hay demasiado ruido o llueve, no pasa nada: se cierran. Eso sí: la ventana que vierte a la calle es una bendición. Durante siglos las ordenanzas se han venido esforzando por eliminar las llamadas “viviendas interiores”: las que abren solamente a un patio. Y se proscribían no porque tuviesen peores condiciones materiales que las demás, sino porque carecían de calle. Y es que la calle es mucho más que un espacio de paso. La ciudad entera fluye entre sus calles como si fuesen venas.
Se ve una mujer sentada junto a la ventana de una casa del mismo centro de la calle Mantería. Ahí pasa muchas horas. Me consta. Tranquila, simplemente mirando la calle. Casi siempre sola. Escuchando el murmullo que cambia con las horas. Adivinando las relaciones que unen a la gente que pasa en grupos o en parejas. ¿Serán novios, familia, amigos, compañeros? Completando los fragmentos de conversación que pilla al paso. Gozando (al principio) y soportando (al final) el repetido repertorio del acordeonista. Sonriendo (cuando abajo ríen) y apenándose (cuando lloran). Viviendo por poderes la vida entera de la ciudad. Y de alguna forma confiando, en el fondo de su corazón, en que desde la calle pudiera llegar alguna visión inesperada.
Cuentan que a finales del siglo XIX el Bósforo fue testigo de extraordinarias celebraciones que se disfrutaban, a la luz de las velas, desde las ventanas de las orillas. Como los mehtabs veraniegos, o conciertos a la luz de la luna. La música divagaba de una orilla a otra, y en el estrecho, relativamente calmado, los rayos de la luna llena se proyectaban hacia abajo desde un cielo despejado. Centenares de barcos navegaban desde la entrada sur hasta la tranquila bahía de Bebek. Y en cabeza la barca del concierto, con una cubierta elevada para los músicos y los cantantes. Mientras la procesión serpenteaba, los músicos tocaban piezas instrumentales en sus violines, laúdes y dulcémeles, que alternaban con canciones de amor.
De acuerdo: pongamos ventanas exteriores para que aquella mujer acceda al espacio público que la conecta con el mundo entero. Pero hagámoslo también por si una noche de luna llena alguno de aquellos conciertos otomanos llegara a desviarse hasta nuestras calles. Quién sabe.
(Imagen: Sous les toits de Paris, quatre fenêtres la nuit. Foto de Philippe Alès del 7 de noviembre de 2012. Publicada en commons.wikimedia.org/)