Siempre he pensado que humor proviene de un cruce entre humo y amor. Pero la realidad es que deriva de húmedo. En cualquier caso, esa facultad para poner de manifiesto lo que hay de cómico en las cosas no suele estar bien avenida con la política; que, según dicen, debe mostrarse grave para darse importancia. Tanto es así que en algunos casos se ha debatido expresamente sobre su inconveniencia.
Por ejemplo, en la Asamblea Constitucional francesa, entre 1789 y 1791. Los cronistas de la época juzgaban con severidad la presencia de la risa en los círculos parlamentarios. Y el 6 de junio de 1789 se aprobó un estricto ideario para las asambleas políticas, una especie de código de conducta interno. En él se planteaba la necesidad de sosiego, la obligación de guardar silencio y la de permanecer en el escaño y la prohibición de los aplausos. Pero además lo siguiente: “Quedan prohibidos los insultos y las exhibiciones de carácter individual, así como cualquier explosión de risa”. Caramba. Está claro que la desconfianza respecto a las reuniones alegres era patente.
(Por cierto: muchos de los episodios de hilaridad están reflejados en las actas de las sesiones. Una buena parte de ellos se referían a cuestiones relacionadas con la Iglesia, pero otros tenían que ver, curiosamente, con los animales. Por ejemplo, se indica que uno de los momentos más cómicos de la sesión del 7 de agosto de 1789 fue cuando se propuso “que el decreto añadiese la cláusula de que solo se pudiese disparar a los animales de caza con armas inofensivas”. O en enero de 1790, cuando se propuso “frente a un estruendo de risas y abucheos, una ‘declaración de derechos de los caballos’ durante la discusión sobre las caballerizas nacionales”. Llama la atención el hecho de que se llegase a tratar de tales asuntos hace 225 años).
El caso es que “cuatro censores, seleccionados para hacer respetar el código de conducta interno, se colocaron en cada esquina de la sala”. Se llegó a pensar (la ingenuidad no es patrimonio de nuestra época) que “al renunciar a la risa dentro de su asamblea política, el pueblo francés sería capaz de cambiar su propia forma de ser” (A. de Baecque, “Hilaridad en la Asamblea constitucional”, en Una historia cultural del humor). No fue así, afortunadamente, y los “ataques de risa colectivos” se siguieron sucediendo, en ruidosas demostraciones “de un estado de ánimo sumamente juerguista”.