Tengo el convencimiento de que la poesía es útil. Es posible que esta consideración trivial de los poemas (su utilidad casi directa) pueda considerarse un descarrío, pero es así como lo veo. Por eso me gusta la idea del “triple compromiso” de la poesía con la realidad que planteaba José Ángel Valente: “En la medida en que la poesía conoce la realidad, la ordena, y en la medida en que la ordena, la justifica”. Me resulta especialmente atractivo el primero de esos compromisos: el que él mismo denomina «intelectual». La poesía como una forma de conocer y entender la realidad. De ahí que haya tomado con interés la antología de Jacques Réda titulada precisamente Los poetas y la ciudad (Gallimard, 2006), a la búsqueda de esa fuente de conocimientos sobre la ciudad. Pero no me ha resultado fácil.
En el libro aparecen 45 autores de todos los tiempos, si bien la inmensa mayoría son franceses y la mayor parte de ellos también contemporáneos. Vaya. Comienza, eso sí, con Virgilio y Juvenal. Del fragmento de las Sátiras del último incluido en la antología, de crítica de la vida de Roma, no he conseguido encontrar una sola frase útil para la poética. Ninguna como la conocida expresión del autor latino que, por cierto, no se recoge en el texto: “Nunca es largo el camino que conduce a la casa de un amigo”. Joachim du Bellay, por su parte, también habla de la Roma que conoció (ya en el siglo XVI), en estos términos: A quien “busca Roma en Roma” le advierte “que nada de Roma en Roma” encontrará. “Esos viejos palacios, los viejos arcos que se ven, y esas viejas paredes, es lo que se llama Roma”. Una ciudad que “se convirtió en presa del tiempo, que todo lo consume”. Solo el Tiber, “que huyó hacia el mar”, aguanta. Porque “lo que es firme es destruido por el tiempo, y lo que huye, el tiempo es la resistencia”. No está mal tenerlo presente.
Hölderlin, sin embargo, apunta exactamente, según creo, en el sentido opuesto. “No es demasiado inteligente huir” (nos dice en “Stuttgart”). El mar no solo recoge la huida, sino que “envía con sus nubes sus más bellos soles”. La “amabilidad de la luz” y “el olvido de las penas te conforta con los poetas”. Pero Víctor Hugo nos vuelve a asustar: “Las paredes van hundiéndose bajo la hierba parásita; el estanque duerme bajo la cúpula destrozada”. Y así, “cuando la noche es negra y llena todo el horizonte (…) todo estará muerto”. Y remata: “Oh, espectáculo! Así muere lo que construyen los pueblos. Un pasado que para el alma es un profundo abismo”. Gracias, Víctor, por tu optimismo.
De Walt Whitman se recoge en el libro su insustancial “Saludo al mundo”. Es como aquel anuncio de Coca-Cola (para los altos y para los bajos, para los jóvenes y para los viejos…), pero mucho más largo y menos gracioso. Entre tanto, Baudelaire a lo suyo. Cuando el poeta (dice) “desciende en las ciudades, ennoblece el destino de las cosas más viles”. Aunque en este caso utiliza un recurso elemental: la personificación, las cosas como personas. Y así, al amanecer, “las casas aquí y allá empiezan a fumar”, y el viejo París, a esa misma hora “se frota los ojos”. Poca cosa, amigo. Por su parte Rimbaud, en “Los puentes”, se dedica a hacer una descripción sencilla. “Algunos de estos puentes todavía están cubiertos de casuchas. En otros apoyan mástiles, señales, parapetos frágiles”. Y concluye: “Un rayo blanco, que cae del cielo, destruye esta comedia”. Ya.
Jules Romains también personaliza la ciudad: “La ciudad se moverá esta mañana. Se tirará al suelo, arrancará de raíz sus cimientos, limpiará la arcilla grasienta; llevará las piedras en la carne; arrastrándose como las bestias”. De Pessoa se recoge su “Lisboa revisitada”. El poeta (Álvaro Campos) se muestra muy disgustado (“¿Qué mal les hice yo a todos los dioses? ¡Si tienen la verdad, guárdensela!”) y quiere estar solo (“¡No me tomen del brazo! No me gusta que me tomen del brazo. Quiero estar sólo”). Vale. Pero ¿qué nos dice de la ciudad? Pues parece que otra vez son los ríos quienes poseen las verdades: “¡Oh suave Tajo ancestral y mudo, / Pequeña verdad donde el cielo se refleja!”. Y concluye concluyente: “¡Déjenme en paz!”. Le haremos caso. Adiós.
De Borges aparece un poema de “Fervor de Buenos Aires”, que está muy bien. Habla de esas calles “habituales”, poco poetizadas. “No las ávidas calles, / incómodas de turba y ajetreo, / sino las calles desganadas del barrio, / casi invisibles de habituales, / enternecidas de penumbra y de ocaso / y aquellas más afuera / ajenas de árboles piadosos / donde austeras casitas apenas se aventuran, / abrumadas por inmortales distancias, / a perderse en la honda visión / de cielo y llanura”. Calles desplegadas por todas partes, que “son también la patria- las calles”.
De Raymond Queneau se recoge otro poema fríamente descriptivo (“Hotel Hilton”). Jean Tardieu es mucho más activo, aunque sea con su obsesión por los balcones de hierro. “Con frecuencia he contemplado con angustia, en las calles antiguas de París, más de una extraña fachada sin voz”. En ellas descubre respuestas, especialmente “en ventanas y viejos balcones de hierro forjado, donde resuena y resiste a mil lluvias la antigua voluntad de trazar signos”. Y sigue: “Todo lo que está registrado fascina nuestra mirada: una vena en la piedra, el surco dejado en la corteza por el arañazo de un cristal, las nervaduras de una hoja, el borde claro de una colina. Con qué avidez el ojo capta una señal, un simple contorno o una red y, con esa golosina, con paciencia de insecto, sigue cada trazo, pasa de un punto al más próximo, se levanta y se agacha, gira a izquierda y a derecha, vuelve sobre sus pasos, vacila, palpa y se vuelve a marchar deslizándose”. Raro, pero bonito.
Con todo, aunque en el libro se encuentran versos, poemas o determinadas expresiones incisivas (sólo faltaba) resultan, para mi gusto, escasas. Dada la calidad de los autores, parecen muy escasas. Creo que no ha habido mucha suerte con esta antología. Porque de algunos de los escritores incluidos me consta que hay textos mucho más interesantes que también aluden a la ciudad o sus elementos. Por ejemplo, de Yves Bonnefoy. Frente al casi costumbrista “Toda una mañana en la ciudad”, que está en el libro, parece mejor leer su posterior discurso de Guadalajara: “Lo esencial de la poesía (está) en la vida misma de las palabras, y es en esa profundidad de la palabra donde hay que encontrar la acción de la poesía”. Porque las palabras nos ofrecen la posibilidad de “pensar las cosas, analizar su naturaleza, deducir sus leyes, enunciarlas, en resumen elaborar nuestro conocimiento del mundo y organizar nuestras acciones”. ¿No vuelve a ser la idea de Valente?
Pone el ejemplo del árbol. De la palabra “árbol”. Nos reclama escucharla “en sí misma, sin pensar en nada. Pronunciemos la palabra ‘árbol’ o la palabra ‘río’ (…). ¿Qué veo cuando digo ‘árbol’ o ‘río’? Ninguna figura precisamente definida que propone el diccionario. Pienso en el árbol tal como existe, con sus ramas, sus hojas, pero también en que está sembrado al borde de un camino, en su posible lugar en mi vida. Y esta idea es evidentemente imprecisa, pero lo que sé, en todo caso, lo que siento en lo más profundo de mí es que ese árbol, cualquiera que sea, está en un lugar donde puedo caminar, él es como yo, como cada uno de nosotros, es presa del tiempo que permite nacer y morir. Es pues una palabra lo que me ha permitido este reencuentro con una realidad viviente. La palabra que enuncia las leyes puede también ser la que revela existencias. Puede servir de esta manera la causa de esta memoria de la existencia y su verdad propia que nombro poesía”.
No sé. Quizá sea lo mismo que nos decían Du Bellay, Víctor Hugo o Rimbaud. Pero a mí me parece mucho más sugerente.
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