En los últimos años se han multiplicado los conflictos entre el turismo y la vida cotidiana de los residentes en muchas de las ciudades más atractivas. Se pone en duda que promueva el cosmopolitismo cultural o las mejoras urbanas y sin embargo se empieza a hacer frente a algunos de los peores efectos de la masificación de las visitas. Sucede en grandes ciudades, como Barcelona o París, pero también en muchos otros territorios o ciudades que no tienen tanta presión turística, pero que empiezan a dudar de los supuestos beneficios universales de los museos y los paisajes llenos.
Sin embargo, además del debate sobre la masificación del turismo y sus efectos perversos también está la discusión sobre el sentido mismo del turismo en la representación de la cultura. Un libro de Estrella de Diego, Rincones de postales. Turismo y hospitalidad (Cátedra, 2014) se dedica precisamente a explorar el fenómeno turístico y su sentido en la modernidad. Ese “temblar de rodillas que nos convierte un poco en Proust y un poco en aventureros”. Habla de algunos signos que habitualmente forman parte de la experiencia viajera. La certeza del regreso, la persecución de una autenticidad imposible y los “peligros programados y a la carta” que últimamente se ofrecen para experimentarla, la búsqueda “del otro”, la famosa “performance de la identidad, de la que se habló tanto en las pasadas décadas”.
Las cosas han cambiado mucho desde que empezó la democratización del turismo, cuando hoy se ha tomado conciencia de la destrucción y abusos que en demasiadas ocasiones acompaña al énfasis turístico. Pero lo que permanece, e incluso parece acentuarse, es la búsqueda de nosotros mismos que, incluso en las condiciones más banales, arrastramos cuando viajamos. Cuando, “sin siquiera sospecharlo, por un instante luminoso nos convertimos en la conciencia del extranjero, aquel que al menos durante el tiempo que dura el viaje ha sido desposeído de la seguridad y las raíces (…). Viajamos lejos únicamente para mantenernos a salvo”. Porque nos enfrentamos con los problemas esenciales: la casa, el desposeimiento, la memoria y la pérdida.
De Diego sugiere (discretamente) la sustitución de esa “actividad neocolonial” que nunca ha dejado de ser el turismo por otro tipo de viajes que tengan como punto de partida la hospitalidad, “entendida no solo como acto de dar, sino de recibir”. Y así, para que el anfitrión “ofrezca ese don –en la hospitalidad extrema, compartir la cotidianidad-, hay que estar dispuesto a recibirlo”. Una hospitalidad que persigue “dejar (al otro) que nos contamine y estar dispuestos a contaminarle”. Un territorio de reciprocidades en el que implicamos al extranjero de lleno en nuestra vida cotidiana y nos convertimos nosotros mismos en viajeros de nuestra propia ciudad.