Blog de Manuel Saravia

2. ¿En qué novela vives?

Se titula así, con esa pregunta, uno de los capítulos de La invención de Caín, el libro de Felíx de Azúa de 1999 que acaba de ser reeditado hace unos meses (revisado y ampliado). Tiene gracia esa vinculación de las ciudades con Caín que aparece en la Biblia. Expulsado de la familia después de asesinar a Abel, fundó la primera ciudad, de nombre Enoc (el nombre de su primogénito). “Quiso construir con sus propias manos aquel paraíso del que sus padres tanto le habían hablado”, nos dice Azúa.

También nos sugiere el autor que “toda ciudad es una novela”, antes de hablar del Londres de Dickens o del París de Proust y acabar suponiendo que “seguramente la mayoría de nosotros vivimos en la ciudad kafkiana, el laberinto impenetrable de nuestra interioridad”. ¿Kafka? No creo que sea para tanto. Más bien se trata, en mi opinión, de la dificultad de construir un relato que refleje bien, suficientemente bien articulado, ese amplio conjunto de imágenes, sueños y recuerdos, frustraciones e ilusiones que pueblan el imaginario colectivo de la población de una ciudad.

Pero nada de kafkiano. Difícil, sí; sin duda. También complejo, intrincado, pero no necesariamente absurdo. Nunca kafkiano. Para construir aquel relato, y para empezar a expurgar la tentación del absurdo, conviene separar cuanto antes la idea de cada ciudad de sus propios mitos. En el libro se pone el ejemplo de Nueva York, tan sobrecargada de su propio mito como ciudad del futuro que la ha llevado a “crecer y alimentarse de su propia falsificación desde el principio”, con resultados “delirantes” (Koolhaas).

Pero para comprender una ciudad, o al menos algunos de sus fenómenos, no basta la racionalidad, esa idea de que el constructor de ciudades habría aplicado únicamente criterios racionales y conocimientos técnicos, dejando fuera al campo poblado “de bestias y dioses”. Hay que atender también a otros impulsos prerracionales. Pues todas las ciudades “guardarían su laberinto invisible escondido bajo la tierra”, un secreto que es también una “presencia incubadora”.

De hecho, la vida “urbanística” de la ciudad, la construcción de sus calles y sus casas, solo puede entenderse bien si se contempla, por ejemplo, cómo junto a la destrucción de la tradicional “escala humana” de Londres, está el miedo asociado a la aparición de “petulantes rascacielos de inconfundible tufo bancario”. Si se comprende que en las vías recientemente ganadas al mar en Barcelona «pasea ahora una sociedad completamente distinta de la que paseaba hace 30 años por la Diagonal (…), un producto de la hibridación que ha conquistado para sí nada menos que todo un mar”.

Si se consigue apreciar que la función de buena parte de la arquitectura de la reconstrucción de Múnich es “la de ocultar su propia historia mediante múltiples historias impostadas”. Si se entiende que “en todas las ciudades suficientemente vivas (como Salzburgo), la tensión entre los elementos duros, dominantes, y los más templados hace girar la inmensa rueda de la habitabilidad”. Si se conoce el orgullo de haber nacido en una determinada ciudad, que permite “poseer un estatuto superior al de la mediocre humanidad” (salvo si has nacido en Madrid, pues “va siendo casi imposible llegar a ser madrileño”).

Si se consigue apreciar el peculiar peso de la religión en la historia de algunas ciudades, como Florencia, “que posee una religión propia, que ni es pagana, ni cristiana; es una religión civil”. Si se pondera “la impotencia en el control de los poderosos” que se asume en algunas ciudades como Nápoles. O si se tiñe la visión de melancolía al comprender que “Roma es una ciudad interrumpida porque se ha dejado de imaginarla y se ha comenzado a proyectarla (mal)”.

Pero además de dar cuenta de esa vida propia de cada ciudad, entre las páginas del libro de Azúa también se alude (de pasada, es cierto) a dos expresiones que también forman parte fundamental del ciclo vital de las ciudades, y que ahora, y a nosotros, nos han de importar singularmente. Se refieren a la competencia técnica (Azúa recuerda que en las ciudades alemanas “todo cuanto depende del puro funcionamiento técnico es de una competencia absoluta”). O a la tarea política (aquí cita a Braunfels cuando dice que la política es “el arte de organizar una polis perfecta. O lo más próxima a la efímera perfección del momento”). Vamos a ello.

Vamos a intentar mejorar la competencia técnica, a que la administración funcione como una máquina (como un reloj, podríamos decir). Un objetivo hacia el que se dirige la reorganización del área que está en marcha, y que debería concluirse en este mismo mes de julio. Pero como nadie mejor que quienes llevan directamente cada uno de los temas para saber de lo que se habla, de los logros y los fallos, y de las necesidades para que funcione mejor cada materia administrativa (de organización, de normas, de medios), se ha pedido la participación de los funcionarios implicados para colaborar en la definición, sobre un esquema inicial muy sencillo, de la nueva organización.

Y para aplicar la política prometida en los programas electorales (el otro gran objetivo) se han previsto dos tipos de actuaciones. Por un lado, la definición explícita de los objetivos que esperamos cumplir en los próximos cuatro años. Entre ellos, algunos heredados de la etapa anterior, otros radicalmente nuevos. Y junto a ellos, poner en marcha un amplio proceso de participación pública, con las asociaciones vecinales. Para lo cual nos reuniremos lo antes posible con ellas. Con la idea, en principio, de convocar una sesión pública en que se explique en qué consiste un PGOU y cuáles son sus posibilidades y sus límites, e invitar a que de aquí a finales de agosto se vayan pensando algunas propuestas que después, a partir de septiembre, se puedan analizar y concretar en una serie de visitas a cada una de las más de treinta asociaciones vecinales existentes.

Para ir definiendo así (con los propósitos políticos y la pericia técnica) esa ciudad literaria que apuntábamos más arriba. Literaria, sí, porque se puede explicar con palabras, porque está “hecha y constituida por las palabras”. Y literaria porque sería entonces esa novela –decíamos- en que querríamos vivir. ¿En qué novela vives?: en Valladolid.


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